Te voy a contar algo que ocurrió hace un tiempo, aunque aún me cuesta aceptarlo como real. Por más que lo niegue una y otra vez, por más que me repita que todo fue un sueño, a veces la realidad insiste en parecerse a una pesadilla.
Todo sucedió cuando estudiaba medicina en la Universidad Nacional Autónomade México, la gran escuela de la capital, que está entre las mejores cien universidades a nivel mundial. Yo iba a clases, ni más ni menos que en la gran casa, ¡la ciudad universitaria! Sí, esa que está ubicada en Coyoacán, En ese tiempo, yo vivía en la colonia Tláhuac, una zona popular al sur de la ciudad. Cada día, tenía que recorrer hora y media de camino para poder llegar a mis clases. Parece bastante tiempo, pero en el metro se pasa de volada; aunque en esos años, a mí me asustaba un poco subirme: se sabía que no le daban el mantenimiento debido y ya hasta había ocurrido un accidente tremendo. Fue en 2021; en la Avenida Tláhuac, dos vagones se desplomaron y murieron veintisiete personas. Hasta la fecha, según dicen las noticias, muchos de ellos no han recibido nada del gobierno. ¿Y sabes qué es lo peor? Ese era mi camino del día a día. Parece hasta chiste, pero según tenemos un transporte de primer mundo; ¡ojalá los políticos tomaran el metro todos los días y se dieran una empapadita de lo que realmente es viajar en él! Cuando es época de lluvias, el trayecto se duplica porque los trenes se detienen al no poder andar en las vías mojadas; así que dime tú, ¿dónde está ese transporte de primer nivel? Porque los años pasan y eso no ha cambiado.
Cuando iba para la universidad, me quedaba dormida en el metro, con mis cosas bien agarradas para que no me robaran nada, porque los asaltos, estaban a la orden del día. Hace unos días, a una amiga le robaron su celular. ¡Estaba nuevecito! Su mamá había hecho un gran esfuerzo para comprarlo y ahora se quedó sin nada. Así las cosas en la ciudad más grande de México. Pero ¿qué se le va ahacer? ¿Será que algún día los gobernantes se preocupen por su pueblo? ¡Quién sabe! Hasta ahora todo ha ido de mal en peor.
Ahora sí basta con hablar del gobierno, volvamos a mí, a lo que te iba acontar. Cuando quedé en la carrera de medicina, me emocioné como no te imaginas, ya que sería la primera de la familia en ir a la universidad. Años antes, mi hermano lo había intentado: él también quería ser doctor, sólo que embarazó a su novia y entonces ese sueño se vio truncado. Así que yo fui la elegida de los dioses... Bueno, no tanto así, pero sí que fui el orgullo de mi familia. ¿Y qué venía después? ¡Pues terminar la escuela, graduarme! Y yo no lo veía como una obligación, ¡era lo que más deseaba cumplir! No es porque a m ihermano le vaya mal, tiene un trabajo y todo va bien, pero si me preguntas, yo creo que pudo estar mejor.
Te voy a platicar un poco acerca del sistema escolar de mi país. Por un lado, tenemos las escuelas privadas: están las más caras, las que son para los ricos ricos, y luego están aquellas no tan buenas, a donde van los que no quedaron en las de gobierno y tuvieron que pagar una. Podemos decir que hay de buena, media y baja calidad. Lo mismo ocurre con las escuelas públicas, de las que yo provengo.
Cuando era momento de entrar a la preparatoria, escogí una con pase directo a la UNAM; claro, si sacas buenas calificaciones. Por eso mes esforcé un montón, para poder entrar a la universidad sin problema.
La UNAM, digamos que es enorme y con buenas instalaciones; algunas cosas ya están viejas, pero funcionan bien y con eso basta. Al final, lo importante son los maestros; como en todos lados, hay buenos y malos: aquellos apasionados por su trabajo que hacen todo lo posible por dar una buena educación, y aquellos aquienes no les importa nada más que su investigación. De estos últimos hay que tener cuidado, pues suelen ser los de mayor renombre, pero no sirven como profesores.
De hecho, mientras estudiaba, conocí a una chica mayor que yo, quien tuvo muchos problemas al hacer su tesis de doctorado. Un profesor le dijo que él sería su sinodal —esa persona que te guía en el proceso de hacer la tesis —, pero lo único que hizo fue decirle que investigara algo que él necesitaba para terminar su propia investigación. Fue horrible: ella perdió la beca que tenía y no se graduó. Por eso siempre hay que estar pendiente de los maestros y las materias que dan.
Otro de mis amigos también se quedó sin beca cuando hacía un intercambio en el extranjero; nadie le avisó, sólo se la quitaron porque el nuevo gobierno entró y recortó presupuesto. Ahora su familia debe una cantidad considerable de dinero y está muy complicado que lo paguen. Es bastante injusto, pero pasa muy seguido.
Qué ironía, ¿no? A pesar de la delicuencia, a pesar de los narcos, a pesar de todo lo malo que ocurre, los jóvenes tratamos de salir adelante en este país de locos. A mí me gusta creer que tenemos el poder en nuestras manos para hacer un mundo mejor, aunque a veces todo se nos ponga en contra. México necesita personas capaces que construyan un buen futuro.
Otra vez ya me desvié, ¿verdad? Bueno, regresemos al tema principal: la universidad. Te cuento que las primeras clases que tuve me encantaron: íbamos al anfiteatro, el salón donde se encuentran los cuerpos para aprender sobre anatomía y cirugía. La primera vez que entré, sólo podía pensar en la criatura de Frankenstein. Si soy sincera, todo el ambiente se siente terrorífico: mucho frío, olor a formol y los bultos que se ven tapados con sábanas. Creo que eso fue lo que más miedo me dio. Recuerdo que solía pensar mucho en ellos, ¿quiénes eran? ¿por qué no los reclamaron? Cuerpos perdidos, sin familiares. Aunque en algunas ocasiones, sí eran cuerpos donados a la ciencia. Pero fuera cual fuera el caso, los profesores nos enseñaron a tratarlos con respeto.
La rutina de las clases era casi siempre la misma. Para iniciar, el profesor nos indicaba el proceso: “En el cadáver se observan los signos externos que nos ayudan a determinar la data de muerte, como las livideces, la rigidez, la temperatura, y también se puede distinguir si el cuerpo está empezando a secarse.” Recuerdo que todos se acercaban lo más que podían para observar algunos de los signos que el profesor mencionaba; todos asentían con la cabeza, pero nadie decía si realmente había visto algo, sólo se seguían la corriente entre ellos. A mí me costaba mucho, no lograba distinguir nada. Eso sí, tengo muy presente uno de los primeros cuerpos que vi: un adolescente de tan sólo quince años. Teníamos que descubrir la causa de muerte. “A todos se les hace un examen traumatológico” decía el maestro, “que sirve para buscar lesiones o heridas que no se observan a simple vista”. Según mis observaciones, ese chico había sido víctima de una gran golpiza. Además, me percaté de que los cuerpos que estaban ahí eran de indigentes, vagabundos, personas que habitaban los lugares más peligrosos. Por ejemplo, no habría sido raro que este chico hubiera estado en pandillas, o incluso involucrado con el narcotráfico.
Y así eran mis clases día con día. Una vez que terminaban, me iba hacia mi casa, ya sabes, hora y media de camino, pero qué felicidad me daba llegar y ver que mi mamá tenía lista la comida. Eso, para mí, es un verdadero privilegio. Tal vez me faltaban muchas cosas, pero tener un plato de comida al regresar de la escuela es un lujo, y que nadie te diga lo contrario. Porque en la universidad yo tenía compañeras que regresaban a sus cuartitos terminando las clases y eran ellas las que tenían que hacerse de comer. Pero al final es otro sacrificio más para terminar la carrera, para graduarnos.
En fin, ahora te voy a platicar de mi amiga Alma, otra de las afortunadas. Ella decía que no tenía tanto dinero, pero yo digo que traer carro y vivir en Coyoacán pues sí es tener algo. Un día, Alma me invitó a una clase de montañismo; así fue como nos conocimos. Yo me había puesto a investigar sobre los deportes que ofrecía la universidad y lo encontré; la verdad es que lo descarté desde el inicio, pues mi mamá no me daría permiso, pero Alma estaba en una computadora junto a mí y, cuando lo vio, me preguntó si me iba a meter al grupo, porque ella estaba inscrita y podíamos irnos juntas. Yo nunca lo había hecho, pero en ese tiempo cómo veía fotos en Instagram de “senderismo”, ya sabes, así que me entró la espinita.
Fui muy sincera con ella: le dije que me parecía caro y no tenía dinero para eso. “Al principio no necesitas equipo ni nada, a veces sólo hacemos hiking, o sea caminatas en pequeñas montañas”, me dijo ella. “El dinero se necesita ya más adelante, pero no te preocupes por eso, muchas veces los guías tienen el equipo y te lo prestan.” Fue tanto lo que me animó, que decidí pedir informes, a pesar de saber que mi mamá no estaría de acuerdo por los horarios tan extenuantes de la facultad.
Ahora pienso que si no hubiera sido por Alma, si yo hubiera dicho que no, si no me hubiera anotado, todo habría sido distinto... Pero bien dicen que el hubiera no existe.
El sábado siguiente, Alma pasó por mí a la estación de metro que acordamos. Era mi primera caminata, ¡qué emoción! En su coche nos dirigimos hacia Valle Conejo, un camino para principiantes a sólo diez minutos de La Marquesa. Mi intención era disfrutar al máximo ese día, pues no creía repetir la experiencia: aunque no se necesitara dinero para el equipo, el transporte representaba un gasto. Sin embargo, Alma parecía leer mi mente: “No tepreocupes, cuando te toque ir a algún hike, yo me pego contigo y paso por ti, por transporte no te agüites”. No sé si eso fue un alivio o sólo me hizo sentir más comprometida. Una parte de mí quería intentarlo, pero la otra sólo quería zafarse para tener unos días de descanso. Yo sabía muy bien que sólo haría este; como te he dicho, no tenía tanta lana para trasladarme.
Una vez en el lugar, nos encontramos con otras dos personas que harían el recorrido con nosotras: Santiago, el guía, y otro chico de quien no supe su nombre. En el sendero, no había nada extraordinario ni fuera de lo común, sólo árboles, vegetación muerta, muchas personas y un sin fín de perritos de la calle, pues ya sabes que en México somos incapaces de acabar con este problema de sobrepoblación.
Tardamos aproximadamente hora y media caminando. Para descansar, fuimos aun puesto de quesadillas; yo me pedí una de tinga con queso y otra de choriqueso, ¡qué delicia! El tiempo se nos fue platicando hasta que comenzó a caer la tarde. Le mandé un mensaje y unas fotos a mi mamá diciéndole que estábamos bien, que no se preocupara, que estuviera tranquila. Aunque una parte de mí deseaba estar en casa, la verdad es que me la estaba pasando bien; era algo nuevo para mí, casi no me gusta salir, pero ese día era agradable.
Cuando decidimos irnos, ya eran las cuatro de la tarde, y aún nos faltaba media hora de descenso.
Pausa... Para aquellos que no conocen México, en estos lugares hay puestos al final o a mitad del camino, donde venden muchas cosas ricas para comer; uno de los platillos que más se piden es la sopa de hongos.
Al descender, nos dimos cuenta de que había menos gente. No me puse nerviosa, todavía encontrábamos uno que otro por ahí, pero igual pensé que había que apurarnos para no quedarnos solos. Tomamos la desviación que nos llevaría al lugar donde nosotros comenzamos, pero ocurrió algo muy extraño: el tiempo pasaba, caminábamos sin parar y el sendero no terminaba. El guía empezó a preocuparse; sacó su brújula y cuando la vio, sus ojos se desorbitaron. Eso me aterrorizó, se suponía que él tenía mucha experiencia.
Alma se acercó y le preguntó qué ocurría. “La brújula no sirve, no se mueve hacia ninguna dirección”. Mi corazón empezó a latir con tanta fuerza; mis músculos se contrajeron, como si mi cuerpo me avisara de un peligro inminente, y en mi cabeza no dejaba de recriminarme: “Te lo dije, no debimos venir, ahorita estaríamos en casa disfrutando de una buena película, pero no, querías demostrarte que también puedes ser montañista en tus tiempos libres”. Antes de que ellos notaran mi miedo extremo, me senté sobre una piedra a la orilla del camino.
Tomaron la decisión de seguir en el sendero; estuve de acuerdo, parecía lo correcto en ese momento. Sin embargo, media hora después, seguíamos sin encontrar la salida, y el sol ya iba cayendo. ¿Sabes qué es lo peor? No era un bosque inundado de árboles; era un sendero abierto donde se podían ver las montañas. No era un lugar en el que uno se podría perder; estaba tan cerca de la ciudad que era imposible que nos estuviera sucediendo esto.
Volteé para ver a los demás. La ansiedad me había invadido por completo, pero ya no era la única: todos tenían caras decrépitas. El otro chico temblaba, y no por el frío, sino por el miedo que se arremolinaba en su cuerpo. Desde hace rato que se había perdido la señal, no teníamos forma de comunicarnos. Mi mamá debía de estar muy preocupada por mí. Los pensamientos invasivos se apoderaban de mi mente, me imaginaba muerta en este lugar, nadie me iba a encontrar.
De pronto, el viento cobró vida. Sacudió el escaso pasto que había en los alrededores, levantó el polvo gris y áspero del suelo seco, envolviéndome en una bruma sofocante que incrementaba mi ansiedad a niveles que nunca antes había experimentado. Arreció. Un aire denso, gélido y extraño se coló por mi piel. Arreció todavía más. Polvo en mis ojos, ardor en la garganta. Arreció hasta que, de golpe, se extinguió. Como si alguien hubiera bajado un interruptor.
El silencio fue brutal. Ni un murmullo ni un eco, sólo vacío. Los animales enmudecieron, quizás del susto. El mundo entero parecía contener la respiración. Entonces lloré. Lágrimas desbocadas que parecieron temblar cuando la luz explotó. Todo se volvió blanco, un destello abrasador que devoró el paisaje. ¿Era luz? ¿Era alguna otra cosa? Todo intenso, delirante, como un negativo fotográfico quemándose en el aire.
Y después, nada.
Cuando abrí los ojos de nuevo, estaba en la cama de un hospital. Mi mamá, sentada a mi lado, tomándome de la mano. Al ver que desperté, me abrazó. Me preguntó qué había sucedido. “No tengo idea”. Los médicos me revisaron de nuevo, confirmaron que estaba sana y que, con el tiempo, los recuerdos volverían a mí. “Sigo sin saber qué ocurrió”, dije todavía asustada. El doctor me comentó que habíamos pasado una semana en el bosque: “Los encontraron unos señores; como ya tenían el aviso de la desaparición, los reconocieron y llamaron rápido a la policía”. Fue todo lo que me dijo, pero no me ayudó a salir de la confusión. Minutos más tarde, escuché a unos enfermeros cuchicheando por ahí. Decían que era extraño, que los señores nos habían encontrado en un sueño muy profundo, pero que ninguno de nosotros mostraba signos de deshidratación ni cualquier otra cosa que se esperaría cuando te pierdes una semana. Me quedé en shock al escucharlo. ¿Qué era lo que en realidad había pasado?
Como mi estado físico se encontraba bien, me recomendaron una semana de reposo en casa y me dieron de alta. Mi mamá no hacía preguntas, pero yo notaba su angustia. Le platiqué todo. Ella lloró. “Lo importante es que estás en casa; ya había imaginado lo peor.” En México, las mujeres desaparecen a diestra y siniestra; las cifras aumentan cada día, desaparecen sin dejar rastro. Ella pensó que yo había sido una más. Hasta la fecha, no puedo ni imaginar la semana que vivió, buscándome, llamando sin respuesta, enfrentándose al miedo de no saber si volvería a verme. Ya en casa, continuamente la escuchaba dar gracias a Dios por haberme devuelto sana y salva. Pero yo, en silencio, sólo quería entender qué había sucedido en esos días.
A la semana regresé a la escuela, y cuál fue mi sorpresa al ver que Alma ya no me dirigía la palabra como antes. Los primeros días me acercaba a ella para platicar sobre lo que creíamos que había pasado, pero con cada nueva teoría, ella se asustaba más. Al tercer día, la busqué en su salón y no la encontré. Si de casualidad me topaba con ella, se daba la vuelta, me ignoraba. Dejé de intentarlo, me alejé.
Pasados unos días, la vi de lejos en el comedor de la escuela. Quise hacer la prueba por última vez y levanté mi mano para saludarla, pero era como si nunca me hubiera conocido. Sus ojos y su cara eran los mismos, pero te juro que no era ella. Había algo en su energía que me aterrorizaba. Yo la verdad no creo en esas cosas, pero es que no encontraba otra explicación.
Después de ese día, no volví a verla, ¡y qué bueno! Porque ganas no me quedaron.
Esa semana tenía de nuevo clases en el anfiteatro; era martes, lo recuerdo muy bien. Llegué temprano; normalmente no te dejan pasar hasta que llega el maestro, pero ese día me dijeron que no tardaría, que podía esperar dentro. Sin saber lo que venía, acepté. El lugar así, en soledad, se tornaba más oscuro y lóbrego. Tuve el impulso de irme, pero no lo hice, me convencí a mí misma de que el miedo era producto de mi imaginación, aunque algo me decía que no saldría nada bueno de estar ahí sola.
En las planchas había dos cuerpos que trataba de ignorar en todo momento, hasta que, de pronto, mi curiosidad fue más grande. Entonces alcé la vista, y te juro que vi cómo uno de los cuerpos se movía hasta quedar en posición fetal. Grité con tanto miedo. En ese instante, entró el profesor: “¿Estás bien?”, me preguntó confundido. Como pude, miré detrás de él y, ¡oh, sorpresa!, el cuerpo estaba en su posición habitual.
Dio la casualidad de que ese día entró a clases una nueva compañera. Se me hizo muy extraño, pues ya tenía rato de haber iniciado el ciclo escolar. La chica nueva se mostraba muy confiada, segura y altiva; su nombre era Yadira. Tenía más o menos mi estatura, su pelo era castaño cenizo y sus ojos eran un poco más claros que los míos. Alguien dijo que se parecía mucho a mí, aunque yo no le veía nada similar.
Después de lo ocurrido en el bosque, decidí dejar el deporte y enfocarme en los estudios; sólo iba al gimnasio de la universidad una hora al día y con esome bastaba para mantenerme sana. Yadira, la nueva, se inscribió también al gimnasio. Al principio no coincidíamos mucho, pero después empecé a encontrarme con ella más seguido.
Me parecía una persona arrogante. Una vez, en clase, me ganó la palabra como tres veces; las respuestas que yo había pensado, eran las mismas que ella daba. Como si a fuerzas quisiera hablar cuando yo iba a participar. ¿Coincidencia? Eso quería creer. Aunque luego me di cuenta de que Yadira y yo compartíamos todas las clases, y eso de verdad es raro, pues aún siendo de la misma generación, somos tantos alumnos que es muy átipico coincidir en todo.
Lo peor ocurrió después. Una de mis cosas favoritas en los ratos libres era encontrarme con mis amigos, los considero como mi lugar seguro. Un día, cuando habíamos quedado de vernos en el parque que siempre frecuentábamos, llegué unos minutos tarde y, al acercarme, vi que alguien más estaba ahí con ellos. De pronto, la chica volteó y sí, ya te imaginarás, era Yadira: vistiendo la misma blusa que yo y peinada exactamente igual. Cuando me vio, lo hizo con desdén. Pero antes de que mis amigos lo notaran, cambió su gesto y me saludó con toda la amabilidad y dulzura.
***
Llegó otra vez la semana de ir al anfiteatro. No quería, la última vez me había llevado un gran susto. Incluso se lo conté a mi mamá y ella, que es creyente, me dio un amuleto que no me debía quitar por nada del mundo. Tiempo atrás la habría tomado a loca, pero esa vez era diferente. A veces, tenía pesadillas en las noches y lo único que me ayudaba era el amuleto.
El martes decidí que no iba a ser puntual. Tampoco exageré, llegué dentro de los cinco minutos de tolerancia. La clase transcurría normal, hasta que vi a Yadira, una vez más, con mis amigos; no me había percatado de su presencia, porque tenía otro semblante: ella... ¡se parecía a mí! Mi corazón dio un vuelco y, de pronto, una luz me cegó, como aquel destello que había visto en el bosque. Sólo duró un segundo y mi visión regresó a la normalidad. Le pedí a una amiga que la mirara, que buscara el parecido. “No, yo la veo igual que siempre”. Pero a algo no terminaba de convencerme.
Lo que sucedió después, no sé cómo explicarlo, pero te lo contaré tal como yo lo viví. Mientras trabajábamos, la luz del anfiteatro se fue. Cuando subí la vista, mis compañeros no estaban: sólo era yo con los dos cuerpos. Mi corazón empezó a palpitar; mi mente giraba sin parar. Sentía que me iba a desmayar. Intenté darle una explicación racional, pero no la hallaba. Mis compañeros se habían desvanecido. Comencé a rezar, tal como mi mamá me enseñó. Yo no creía, pero en ese momento necesitaba encomedarme a quien fuera que me pudiera ayudar. Mi mano cambió de color a un gris opaco. Seguí rezando. Me pareció que el cuerpo detrás de mí se levantaba: la manta lo cubría como un fantasma. No quise voltear, no me atreví, la escena era borrosa. Cerré los ojos; los apreté tanto que mi amiga gritó “¡Suelta! ¡Te estás lastimando!” Cuando regresé a la realidad, mi mano apretaba el bisturí con tanta fuerza que me hizo sangrar. El profesor me sacó del anfiteatro y me sentó en un pequeño cuarto. No quería estar sola, no daba crédito a lo que había sucedido. ¿Cómo era posible haber visto algo así? Yo, que soy tan analítica y no creo en fantasmas.
El profesor regresó con un botiquín para curarme. Me dio la plática de mi vida: “No todos tienen la vocación para ser doctores, y en estas clases se ve si pueden o no.” Me aconsejó buscar otras opciones de carrera y eso me entristeció, sentí que había pasado de ser el orgullo a ser la decepción de mi familia. Me dio tanto temor, que decidí no darme por vencida. Recordé las lágrimas de alegría de mis padres cuando supieron que entraría a Medicina, sus esfuerzos no habían sido en vano: una de sus hijas iba a ser doctora. Entonces le dije al profesor que no, que no escogería otra carrera, que terminaría esta.
El profesor, como si ya hubiera visto esta reacción muchas veces, no dijo más, aunque yo sabía lo qué pensaba: él creía que iba a fallar. “Pero no será así”, y me lo repetí hasta estar convencida.
Cuando caminaba de regreso a casa, volví a encontrar a Yadira. Se parecía tanto a mí... De pronto, el sobrecogimiento atroz me invadió. Mi cuerpo se estremeció. No es que se pareciera a mí... ¡Era yo! Y el destello cegador volvió a mis ojos. Una punzada en el estómago. Mi respiración se volvió irregular. Mis músculos se tensaron. El mundo se volvía distante. Cerré mi puño porque mi mano empezó a temblar. Sentí que iba perder el control. Pero, igual que en la mañana, la luz sucumbió y logré controlar mi respiración, poco a poco me tranquilicé. La nitidez del mundo volvió. Sacudí mi cabeza como si pudiera sacar mis pensamientos de esa forma. Debía calmarme, sabía que mi mente estaba jugándome una mala broma.
Me armé de valor y me acerqué a ella, que estaba platicando con Adrían. Al voltear Yadira, me di cuenta que, en efecto, todo estaba en mi imaginación. No era yo, y eso me tranquilizó. Adrián vio mi mano y me preguntó al respecto. No quería darle más detalles, para evitar que se preocupara por mí. “Nada, tuve un accidente en clase”. Yadira me interrumpió: “Claro que es algo. Todos estaban preocupados por ti. Te mal viajaste horrible, como si tu mente se hubiera perdido y sólo tu cuerpo estuviera en clase. Hasta el maestro nos dijo...” y se quedó en silencio. Sabía lo que pensaba y mi orgullo ganó, en vez de quedarme callada, le pedí que terminara la frase: “Dime qué pensaba el profesor, ¿qué les dijo?” Ella no dudó ni un segundo: “Pues que no sirves para ser doctora...Pero no te preocupes, hay otras carreras en las que puedes ser buena”, dijo en tono sarcástico. Sentí tanto coraje que ya no pude más y me fui de ahí.
Transcurrió el fin de semana y mi ánimo no mejoró, aunque el susto sí había pasado. El lunes siguiente, me encontré a Santiago, el guía con el que nos habíamos perdido en el bosque. Lo vi sentado al otro lado del vagón del metro, justo frente a mí. Alzó la cara y me miró, le sonreí para saludarlo. Pero igual que ocurrió con Alma, no me reconoció. ¡Nos perdimos juntos en ese bosque y él no sabía quién era yo!
El vagón abrió sus puertas y los dos bajamos en el mismo lugar. “Hola, ¿no te acuerdas de mí? Nos conocimos en mi primera vez haciendo senderismo.” Él sonrió, pero no contestó, sólo se fue de ahí. Me quedé pensando que a lo mejor no deseaba recordar ese momento. Sin embargo, a lo lejos, me miró fijamente, de una manera tan diabólica que me hizo estremecer.
Mientras caminaba a clase, seguí pensando en Alma; no la había visto desde aquella vez del comedor. Decidí buscarla. Pregunté en su salón, a todos los que la conocían; me decían que la habían visto, pero que tenían rato sin platicar con ella. Eso me pareció muy fuera de lo común: a Alma le encantaba hablar hasta por los codos.
Llegó el miércoles y mis intentos fueron en vano, no la pude localizar. Ese día me había quedado de ver en el parque con mis amigos. Sabía que Yadira estaría ahí y, aunque no quería verla, decidí que era momento de ignorarla para poder estar con mis amigos como siempre.
Cuando llegué, me llevé la grata sorpresa de que ella no estaba. Siendo honesta, me sentí de lo más feliz. Platicamos como siempre lo habíamos hecho y fuimos a comer nuestras gorditas preferidas: unas que prepara la señora Marta en la parada del autobús y están deliciosas. Por un rato, olvidé todo lo que perturbaba mi mente; me sentí yo de nuevo.
Regresé a casa y mi mamá me vio feliz. Platiqué con ella como lo hacíamos antes de estas últimas semanas. Hablamos hasta tarde y disfruté cada momento a su lado. Pero la noche cayó y el día llegó. Era hora de ir a la escuela y enfrentar ese anfiteatro.
Me sentía tan segura. El día anterior había sido perfecto y yo estaba volviendo a ser la misma de siempre. Al iniciar la clase, el profesor me miró como diciendo “Esta no aguantará”, pero no se trataba de lo que podía aguantar o no, es que tenía que hacerlo, era mi obligación, mi compromiso, había llegado tan lejos que no me iba a echar para atrás.
La clase terminó y todo había salido bien. Los mejores resultados los había obtenido yo: traté a los cadáveres con respeto, como nos enseñaron, y descifré lo que el profesor pedía. Estuve excelente. Pensé que había transitado por un túnel y que por fin veía la luz. ¡Qué equivocada estaba! Porque el túnel se haría más largo y la oscuridad se comería ese rastro de luz.
Al día siguiente, me tocaba la clase de Bioquímica y Biología Molecular. En ese momento apareció Yadira, y su sonrisa y sus ojos eran iguales a los míos. En cuanto entró, no pude dejar de verla: era como si solamente yo la pudiera ver. Se deslizaba a través de las butacas, me miraba y sonreía de manera siniestra. Pero sus ojos eran los míos, estaba segura. No sé cómo logré controlarme. Pedí permiso para ir al baño y salí del salón. Sentí que me faltaba el aire, que no podía respirar. El pánico se apoderaba de mí. Me senté en el pasillo. Alguien se acercó y me ayudó a levantarme para ir a la enfermería.
Caminamos y, justo antes de llegar, me topé con Alma. Me escrutaba con la mirada, sin pestañear ni moverse. “¿La conoces?” Contesté que no y continuamos con dirección a la enfermería. Hora y media después, pude salir, pero Alma ya no estaba ahí. Respiré aliviada: tampoco habría sabido qué hacer si la volvía aver.
Aún tenía más clases, pero ya no quería entrar a ninguna, así que caminé por el campus para llegar a la parada del autobús que me llevaría al metro. La piel se me puso de gallina cuando en el camino vi a los tres desde lejos: Alma, Santiago y el cuarto integrante de la expedición. Mi intuición me decía que no me acercara y caminé lo más rápido posible alejándome de ellos.
Ese trayecto, que suele estar lleno de alumnos, ese día estaba vacío. Comencé a correr, quería llegar a la parada pronto. Sólo me faltaba cruzar una explanada. Cuando alcé la vista, ahí estaban los tres, otra vez sus ojos no se apartaban de mí, ojos fríos, como si no tuvieran alma, como si sus cuerpos estuvieran huecos. ¿Cómo habían llegado hasta allá? ¿Corrieron? Yo podía jurar que los había dejado atrás.
Me desvié y tomé otro autobús; aunque eso significaba alejarme, no me importó. Tenía el corazón a punto de estallar. Bajé del camión para llegar al metro y, a cada paso que daba, buscaba frenéticamente a los tres siguiendo mis pasos.
Escuché a lo lejos cómo el metro arribaba y corrí para no quedarme esperando el siguiente. Se abrieron las puertas y entré; estaba lleno de gente, eso me tranquilizó un poco. Me senté al lado de un señor que me preguntó si me sentía bien. No sabía qué expresión tenía mi rostro, pero seguro lucía mal. Saqué mi espejo y me vi pálida; no parecía yo, estaba tan espantada.
Me quedé mirando al vacío, perdida en la velocidad del metro. Cada estación me acercaba más a casa, pero el miedo ya no me abandonaba. Decidí no volver a la escuela: me quedaría con mi mamá, encerrada, a salvo, ya no importaba si nunca me convertía en doctora.
El metro llegó a la siguiente estación. Se detuvo. Levanté la vista y los vi. Ahí estaban de nuevo. Alma, Santiago y el otro chico... Y detrás de ellos estaba yo, con la ropa que llevaba Yadira.